Ayer recordé súbitamente las noches de Miraflores y empecé a escribir una narración. Entonces y sólo entonces me di cuenta de que esas noches -dos o tres de la mañana- tenían una música particular. No eran silenciosas. En esa época, cuando vivíamos esas noches, decíamos incluso: "¡Qué tranquilidad! No se escucha nada." Pero era falso. Sólo ahora, al rememorar esas noches con el propósito de describirlas, puedo darme cuenta de los rumores que las poblaban. Resacas de los acantilados, quejidos del lejano tranvía nocturno, ladridos de perros en las huacas y una especie de zumbido, de estampido persistente y ahogado, como el de una trompeta que gime en el fondo de un sótano. Comprendí entonces que escribir, más que transmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presenta en forma incompleta, velada, fugitiva o caótica. Muchas cosas las conocemos o las comprendemos sólo cuando las escribimos. Porque escribir es escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: el pensamiento gráfico, visual, reversible, implacable de los signos alfabéticos.
(De "Prosas Apátridas", Julio Ramón Ribeyro)
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