viernes, 24 de octubre de 2008

UNA PUTA MEMORIA TRISTE


Concebí dentro de mis pensamientos la figura de un anciano taciturno, aquél que desengañó sus amaneceres y manipuló su pasado con sus manos. Estaba sentado bajo la sombra de uno de sus libros favoritos. Quejándose de su suerte decoraba las noches con lamentaciones barrocas y quintetos gregorianos; yo los iba conjugando en lágrimas. Emanaba de sus tostadas manos una apacible incongruencia entre el ayer inocuo y el mañana nocivo (si es que algún mañana le quedaba).
Este anciano fabulaba crepúsculos con los que sin querer intentaba convencerme de que la muerte no existe y que el amor es una cuestión zoológica y de genitalidades fosforescentes. Terminando sus líneas con tribulaciones filosóficas en verso lo logró, y su prosa enmarañada con púlpitos ensangrentados terminó y selló mi sepultura.


Mi anciano, ése, el de mis sueños, enterró mi apetito por una anestesia solitaria: me enterró solo. En el lecho de mi muerte pudo enseñarme cómo descongelar la apatía de una fiera que bramaba por mi pasión, cómo aglutinar miradas que persiguen y cómo escribir en la hierba un testamento para que sea leído a tientas y transcrito con plumas infernales. Me enseñó a vivir mi muerte.
Aún queda en mi respiración condensaciones del barullo de aquella noche en que llegó a mi vida, y brotan sobre mi piel y se pierden en el papel. Fue el único que pudo decirme con certeza que no espere el fin de mi condena en manos de algún verdugo andrógeno, ya que seré yo mi propio sicario.
Y si hoy escribo estas líneas es porque algo de mi alma se llevó este anciano, y el vacío fue llenado con calamidades e insomnios que perdurarán hasta que él mismo regrese convertido en el reflejo del cristal que aún me dice: “soy tú”.
"EL CHUTO"

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